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Siempre esta fecha me pone tensa y no poco. Es que la fiebre del regalo y quien hace más feliz al otro con cosas materiales saca el Grinch que hay en mí. Sin embargo, cuando ya llega la noche del 24 y nos sentamos con mi familia a la mesa me viene la reconciliación con la Navidad, quizás porque se cumple el objetivo entregarnos tiempo, cariño y buenos deseos.
La Navidad es un termómetro de la sociedad. Lo que comemos, cómo nos vestimos, qué regalamos y hasta cómo decoramos las vitrinas revela quiénes somos. Desde los años 70 hasta este 2025, la fiesta ha mutado tanto como nuestras costumbres: de la misa de gallo a las videollamadas, de los trajes elegantes a la cena en pijama, de la ilusión infantil al consumo inmediato.
Los 70: Solemnidad y fe
En los años 70, la Navidad se vivía con una solemnidad especial. Las familias se arreglaban como para una gran ocasión: vestidos largos, zapatos bien lustrados, corbatas elegidas con cuidado. La misa de gallo era un punto de encuentro profundamente significativo, un rito que reunía a varias generaciones en la medianoche. Para los niños, la magia era total: el Viejo Pascuero existía sin dudas y los regalos, aunque sencillos, estaban pensados para durar y acompañar el juego por años.
Los discos de vinilo eran un regalo muy valorado, tanto para adultos como para jóvenes, y acompañaban las celebraciones familiares. En cuanto a juguetes, predominaban los que invitaban a la imaginación y al juego compartido. Eran populares los trompos, las bolitas, las muñecas de trapo, los caballitos de madera, las cocinitas y juegos de té de lata, y los autitos metálicos o a fricción. Los juegos de mesa como el Ludo, las damas, el dominó o los naipes reunían a niños y adultos alrededor de la mesa durante horas.
Para muchos niños, recibir una bicicleta Oxford o CiC, un triciclo, un tren era el gran sueño navideño. No eran regalos masivos, pero sí inolvidables.
Los 80 tele y Pacman:
La televisión abierta acompañaba las noches de diciembre con comerciales que anunciaban la llegada del Viejo Pascuero, mientras las vitrinas empezaban a llenarse mucho antes del 24. Pasear por el centro o por el mall era casi un ritual familiar.
Los juguetes tenían nombre y carácter propio: Otto Kraus, Shiftt, Famosa, Ansaldo. Muñecas que hablaban, cocinas de plástico, autos a fricción, juegos de mesa que reunían a hermanos y primos durante horas. También convivían con los grandes íconos de la época —He-Man, Star Wars, Hot Wheels— que llegaban desde fuera, pero se integraban naturalmente a la experiencia local.
El deseo infantil se profesionalizó, se pedían marcas y licencias. La irrupción del Walkman y las consolas Atari democratizó la tecnología personal, marcando el inicio de la valoración del regalo por su novedad y estatus social.
Los 90: Globalizacióny Malls
El país se abría al consumo global y eso se notaba con fuerza en diciembre. Los malls se consolidaron como paseo obligado —Parque Arauco, Plaza Vespucio, Apumanque— y recorrer vitrinas se transformó en parte esencial del rito previo a la Nochebuena.
La tecnología entró con fuerza a los árboles de Navidad: la Game Boy, la Nintendo, el Sega Genesis y más tarde la PlayStation marcaron una generación. Tener un videojuego nuevo era sinónimo de estatus infantil y de largas tardes compartidas con amigos, primos y hermanos.
Junto a las consolas convivían juguetes que hoy son íconos noventeros: los Tamagotchi, los Furby, los Power Rangers, los Teenage Mutant Ninja Turtles, las Barbies noventeras, los Action Man y los Max Steel hacia el final de la década. También estaban los autos a control remoto, los rollers, las bicicletas BMX y los primeros equipos de música personal: radios con cassette, discman y parlantes portátiles.
Los 2000 y 2010: El Reflejo de la Vida Digital
Con la llegada del nuevo milenio, la Navidad en Chile entró de lleno en la era digital. Internet comenzó a instalarse en los hogares, primero con conexión lenta y luego de forma cada vez más cotidiana. Eso cambió la forma de esperar, pedir y elegir los regalos. Aparecieron las listas impresas desde el computador, los catálogos online y las primeras compras por internet, aunque el paseo por el mall seguía siendo parte fundamental del ritual decembrino.
Los regalos reflejaban ese cambio tecnológico. Los celulares dejaron de ser solo para adultos y comenzaron a llegar a manos de adolescentes. El MP3, el iPod, los discman y más tarde los pendrive con música se convirtieron en objetos muy deseados. En el mundo de los videojuegos, la PlayStation 2, la Xbox y la Nintendo DS marcaron la década, transformando la Navidad en una experiencia cada vez más interactiva y conectada.
Los juguetes tradicionales no desaparecieron, pero convivieron con nuevas modas: los Beyblade, los Pokémon, ¡los Yu-Gi-Oh!, los Hot Wheels coleccionables, los LEGO más complejos y los juegos de mesa modernos. Para muchos niños, recibir un notebook, una cámara digital o una consola comenzó a reemplazar al juguete clásico como el gran regalo esperado.
La música y la cultura pop seguían presentes: CDs originales, DVDs, series completas en cajas, y posters de artistas o bandas del momento. La Navidad también se volvió más personalizada: se regalaban perfumes, ropa de marca, zapatillas específicas, elegidas según gustos e identidad.
Los 2020–2025: Hiperrealidad y el Valor de lo Efímero
La pandemia aceleró la dependencia digital. Las compras son mayoritariamente online, las reuniones son híbridas (presencial y videollamada), y la ilusión infantil, hiper-expuesta, se desvanece más temprano. El regalo se vuelve cada vez más inmaterial: suscripciones digitales, experiencias efímeras y gadgets inteligentes.
La tecnología sigue siendo protagonista, smartphones, tablets, audífonos inalámbricos, consolas como la PS5, pero convive con un creciente interés por experiencias: escapadas, talleres, conciertos, suscripciones digitales, libros, juegos de mesa modernos y regalos personalizados. También aparecen con más fuerza los productos locales, el emprendimiento chileno y las compras con sentido, donde importa tanto el objeto como la historia detrás de él.
Las redes sociales marcan el pulso de la Navidad. Instagram, TikTok y WhatsApp reemplazan muchas tradiciones formales: el saludo es un video, la foto familiar se comparte en historias y el árbol se arma pensando —aunque sea un poco— en cómo se verá en pantalla. Al mismo tiempo, crece el deseo de desconectarse, de volver a rituales simples y de generar espacios sin pantallas, al menos por un rato.
Los niños crecen en un mundo hiperconectado, donde la magia de la Navidad no desaparece, pero se transforma. Conviven los regalos digitales con el redescubrimiento de juegos manuales, actividades creativas y tiempo en familia. La ilusión ya no está solo en el objeto, sino en la experiencia compartida y en la sensación de cuidado mutuo.
Escenas que se repiten siglo tras siglo
No importa el año, la época ni la moda: hay situaciones navideñas que sobreviven intactas al paso del tiempo. Cambian los envoltorios, pero el guion es el mismo.
Está, por ejemplo, el regalo que claramente no te gusta, pero que recibes con una actuación digna de premio. Sonríes, lo miras con atención exagerada y sueltas el clásico:
“Ay… qué lindo” o el infalible “justo lo que necesitaba”, aunque por dentro estés preguntándote en qué universo paralelo eso es cierto.
Luego está el regalo profundamente simbólico. Ese que viene acompañado de una explicación larga, emotiva y llena de intención. Una piedra energética, una vela, un objeto artesanal, una figura de porcelana fea —muy fea— pero “con significado”. No combina con nada, no sabes dónde ponerla, pero ter
Y cómo olvidar los regalos que se acumulan en el cajón eterno:
mina viviendo años en una repisa o en el fondo de un mueble, porque botarla sería casi un pecado moral.
sets de cremas, sales de baño, jabones perfumados, velas, perfumes que nadie usa “para no gastarlos”. Ese cajón es un verdadero museo navideño, un archivo histórico del cariño mal calculado.
También están los clásicos funcionales: calzoncillos, calcetines, pijamas. Regalos que no emocionan, pero acompañan. No se celebran, pero se agradecen. Navidad práctica en su máxima expresión.
El amigo secreto merece capítulo aparte. Siempre hay alguien que recibe el regalo perfecto, casi de película, y otro que recibe algo que parece comprado apurado, con boleta incluida “por si lo quieres cambiar”. Se sonríe igual, se agradece igual y después se comenta en voz baja.
Y, por supuesto, existen los regalos inesperados y exóticos: una taza con una frase incomprensible, un adorno de dudoso gusto, un objeto que no sabes si es decoración o utensilio. Nadie entiende bien qué es, pero todos asienten con respeto.
Al final, la Navidad no es solo abrir regalos: es representar el ritual del agradecimiento, compartir la risa contenida, la mirada cómplice y la certeza de que, más allá del objeto, lo que se repite año tras año es el vínculo.
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